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                   entre 1517-37. Dos décadas inolvidables 
                    y casi mágicas que se concretaron en el imperio mayor 
                    de la Edad Moderna: Europa y América, el viejo y el 
                    nuevo mundo unidos bajo el mismo cetro, bajo la misma idea 
                    y también participando de idéntica crisis. Crisis, 
                    sí, indisolublemente engarzada a la idea de imperio, 
                    pues los proyectos no siempre caminaron paralelos con las 
                    realidades, con los éxitos del gigante borgoñón. 
                   
                     Los hechos, repetimos, no coincidieron 
                    con el proyecto de Carlos V. Por un lado-tesis defendida recientemente 
                    por Philippe Erlanger- no resulta fácil verificar si 
                    el emperador tuvo pretensiones hasta 1530 de aumentar los 
                    territorios de Borgoña, supeditando a esa corona los 
                    otros reinos heredados, y si a partir de esa fecha y hasta 
                    1554 abrigó la esperanza de un imperio universal. 1 
                     Tampoco creemos apostar en modo 
                    total, a pesar de los origenes de quien escribe, por un Carlos 
                    V que, desilusionado del Imperio e, incluso, de sus mismos 
                    territorios paternos, hubiese reconocido en Castilla el embrión 
                    y el centro del proyecto imperial2. 
                    Lo que en cambio queremos subrayar es que el imperio de Carlos 
                    V, sobre todo en su primera época, consiguió 
                    factualmente _ las intenciones las dejamos a los psico-historiadores- 
                    limitar más los confines de la Europa occidental y 
                    proporcionar a los pobladores del continente conciencia explícita 
                    de pertenecer, a pesar de todas las diferencias ideológicas 
                    y nacionales, a una cultura, a una geografía común. 
                     La oposición tenaz a las 
                    invasiones turcas, utilizando soldados provenientes de numerosos 
                    estados del continente, así como las nuevas conquistas 
                    en la inmensa América, desde el Yucatán a la 
                    Florida, las defensas de las costas africanas con las conocidas 
                    operaciones contra Argel y Túnez,
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                    ayudaron a delimitar los perfiles geográficos del continente 
                    y la idea de pertenecer a una civilización diferente 
                    y, desde luego, más culta, más rica y polifacética, 
                    no obstante los elogios que los arabistas puedan hacer a la 
                    civilización árabe en cantidad temporal, espacio 
                    vital y calidad y sutileza cultural. El emperador, no obstante 
                    la fuerza de voluntad por sacar adelante la idea de Europa, 
                    encontró entre 1537-39 serias dificultades que lo empujarían 
                    al desánimo y a la depresión. La Europa imperial 
                    era también la de la afirmación de las nacionalidades. 
                    La Inglaterra anglicana se aparta cada vez más del 
                    continente; la cristianísima Francia proyecta alianzas 
                    con el sultán turco para impedir la primacía 
                    de Carlos V, y con un sultán que ocupa ya parte de 
                    Europa y sigue amenazando la otra. En Alemania los luteranos 
                    se compactan y refuerzan a pesar de la liga católica 
                    preparada por don Fernando, hermano del emperador. Quizás 
                    Carlos V no se daba cuenta de que su ideal europeo, grandioso 
                    y en los orígenes de la conciencia europea actual, 
                    además de piedra inamovible para comprender nuestra 
                    historia y la de los progresos hacia la integración 
                    continental, tenía límites intrínsecos; 
                    algunos hundían sus raíces en la tradición 
                    y en los ideales medievales, otros se asemejaban en su modernidad 
                    a los pretendidos egoísmos de Francia, Inglaterra y 
                    Alemania. Me explico: la idea imperial de unidad europea bajo 
                    una misma fe e idéntica autoridad temporal no resultaba 
                    totalmente innovativa respecto a las concepciones medievales. 
                    Por supuesto las circunstancias se presentaban muy diferentes. 
                    Europa en la aurora de la Edad Moderna había evolucionado 
                    con rasgos muy propios de su época y, por tal, inconciliables 
                    evidentemente con los de la Edad Media. Sin embargo mucho 
                    quedaba aún de ella; sobre todo la imagen de un imperio 
                    católico unificado por una misma fe 
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              [1] Según 
                Philippe Erlanger hacia 1537 Carlos V se concentró en organizar 
                los territorios españoles, dejando por el momento las tierras 
                movedizas de Italia, acechantes de conflictos demasiado entrecruzados. 
                El segundo paso sería la coronación imperial en 
                Roma y, finalmente, someter a los príncipes alemanes. Efectivamente 
                el César providencialista seguía manteniendo su 
                vitalidad en lo íntimo de sus entrañas, pero un 
                mayor sentido de la realidad lo había aprendido de las 
                circunstancias y de las ilusiones del pasado. "El espíritu 
                de aventura no desapareció, pero cesó de poner su 
                marca en el gobierno. Fue creada una policía, la justicia 
                fue administrada según unas reglas fijas, garantizando 
                una especie de seguridad hasta entonces desconocida. El bandidaje, 
                que era una institución, desapareció casi completamente, 
                las familias nobles tuvieron que renunciar a sus tradicionales 
                vendetas. La Inquisición conservó su temible 
                poder, sin por eso entorpercer el del rey, como iba a producirse 
                más tarde" (Carlos V, Madrid, Ediciones Palabra, 
                1999, p.120; traducción de la edición francesa de 
                1980 a cargo de Librairie Academique Penin). Sin embargo el esfuerzo 
                de los imperiales chocaba con su propia grandeza. Los ideales 
                resultaban demasiado para unas finanzas en crisis y permanentemente 
                insuficientes. Se sucedieron los éxitos a los fracasos, 
                pero con la idea de fondo de que el César de Europa era 
                él, a pesar de Francisco I, del sultán turco, de 
                los protestantes alemanes, de las oposiciones internas en España 
                y los Países Bajos, del avispero italiano, de los celos 
                de sus consejeros y de una Iglesia que alternaba la admiración 
                por emperador creyente con una rabia no menor contra el nuevo 
                jefe de Occidente; es decir, a la mano derecha de la providencia 
                divina en la Tierra, en el campo político y, cuando convenía, 
                en el religioso. Pero efectivamente en 1537 la situación 
                empeoró. "Todo iba mal. Un informe de Held anunciaba 
                el completo fracaso de su misión en Alemania. El sultán, 
                que estaba detenido hasta entonces militarmente, podía 
                volver a emprender la ofensiva, había perturbaciones en 
                Flandes, los protestantes se negaban a asistir al concilio porque 
                iba a celebrarse en Italia, y, sobre todo, las arcas estaban, 
                una vez más, vacías, aunque Pizarro había 
                encontrado montones de oro en los Incas. Se había tenido 
                que proceder a una devaluación, el ducado español 
                fue sustituido por la corona, que contenía el 11% menos 
                de oro y el Tesoro no permitía contratar ni un solo mercenario. 
                En cuanto a los bancos, que seguían prestando por miedo 
                a que una bancarrota les hiciera perder sus créditos anteriores, 
                estaban esta vez reticentes [PE, op cit, p 130]. 
                [2] El emperador llegó 
                por primera vez a España en 1517. Al año siguiente 
                muere el gran canciller Sauvaje que será sustituido por 
                Mercurino di Gattinara mientras las Cortes aragonesas lo reconocen 
                como rey. Al año siguiente los catalanes lo proclaman en 
                Barcelona. En fin, en 1520 se reúnen las Cortes castellanas 
                en Santiago de Compostela. El 22 de mayo Carlos sale de España 
                para su coronación imperial, dejando como regente a Adriano 
                de Utrecht y un gran descontento en Castilla. Cuando vuelve, ya 
                proclamado emperador, encuentra una Castilla pacificada tras la 
                derrota de los Comuneros. Residirá en España desde 
                1522 a 1529, nombrando a Margarita de Austria regente de los Países 
                Bajos. Esta larga estancia cambió la actitud del emperador 
                en relación con sus territorios uroccidentales de Europa. 
                Se casó con la princesa Isabel de Portugal. Un español 
                guió los designos de la península a pesar del cargo 
                preminente de Gattinara. Según J. H. Elliott "a partir 
                de 1522 se desarrolló una lucha entre estos dos hombres 
                para asegurarse el control de la máquina de gobierno, batalla 
                que Cobos ya había ganado cuando Gattinara falleció 
                en 1530 [...]. El gobierno de España se deslizó 
                tan llanamente bajo la dirección de Cobos que casi parece 
                como si durante veinte o treinta años no hubiera habido 
                historia interna española [...] donde las reiteradas quejas 
                de las cortes por las largas ausencias del emperador y los enormes 
                gastos que acarreaba su política, eran prácticamente 
                los únicos signos externos del desasosiego ante el futuro 
                que había provocado la revuelta de los Comuneros" 
                (ver: La España imperial 1469-1716, Barcelona, Vicens-Vives, 
                1965, p. 175). Para los españoles, sin embargo, la política 
                imperial _en Francia, Italia etc.- no coincidía con los 
                intereses patrios. "Para Tavera y sus amigos, la intervención 
                española en Italia era una perpetuación de la política 
                exterior aragonesa de Fernando y había de arrastrar a Castilla 
                a los conflictos europeos, cuando los intereses castellanos requerían 
                paz en Europa y la continuación de la cruzada contra los 
                infieles en la costa africana" (Elliott, ob. cit., 
                pp. 177-178). 
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